Comienzo a leer Agosto y me atrapa de inmediato en las diez primeras líneas: "La muerte se consumó en una descarga de gozo y alivio, expeliendo residuos excrementicios y glandulares -esperma, saliva, orina, heces-. Se apartó asqueado del cuerpo sin vida sobre la cama al sentir su propio cuerpo contaminado por las inmundicias expulsadas de la carne agónica del otro".
Y supe que esta novela valdría sus horas de lectura, así que me enfrasqué en ella toda la semana, entre exámenes, notas, reuniones y sandeces que me devolvían de cara a la pared, como un castigado, cuando no podía tener la novela entre las manos. Hay un crimen, allá por las alturas de un rascacielos, un crimen brutal y seco, sin dolencias, aséptico asesinato. Hay también un policía, el doctor Mattos (doctor por abogacía), encargado de hacer las pesquisas para restablecer el orden y enjaular al criminal. Padece de úlcera y toma constantemente leche y Pepsamar. A mí me ha invitado también a tomar leche y pepsamar todos estas noches contra mi úlcera de cotidiana vulgaridad. Hay un telón de fondo: julio y agosto del año 54, y la inminencia de un golpe de estado militar en Brasil. Esa es la superficie, porque en el fondo hay también todo esto:
En primer lugar, los políticos: en ese telón de fondo golpista, las conspiraciones ocupan líneas y páginas de la novela, los militares -aire, tierra, mar ¿para cuándo uno "de fuego"?- se debaten entre seguir fieles al presidente Getulio Vargas o traicionarlo por instigador del crimen con que se inició Agosto. Sobra decir la disección que elabora Fonseca sobre el asunto histórico.
Luego están los bicheiros, o corredores de apuesta, quienes tienen un infiltrado en la policía que recibe dinero de estos tales bicheiros y lo reparte entre sus colegas, calmando a la pasma para que no cierren sus chiringuitos encubiertos y fraudulentos. Pero no son los únicos en ser sobornados: jueces, periodistas, altos funcionarios del Ministerio de Justicia... "La Comisaría especializada de Costumbres, que tenía como uno de sus principales objetivos la represión del juego prohibido, era la que más sobornos recibía".
Un lugar señalado es el Senadito. Tras la dura jornada laboral, los consules salen de su institución -el Senado- bajando los treinta y tantos escalones que separan al pueblo de estos prohombres, se paran al lado del semáforo, a la espera de que este les dé vía verde para cruzar de acera. En frente, un portero custodia la puerta. Se conocen. Los deja pasar sin preguntar nombres. Suben otros tanto escalones -quizá algo menos, pero la altura moral y social es similar- y los recibe Laura, la madama, que sirve a sus invitados, generosamente, chicas y cócteles: "Sobre el senador Freitas, es posible que frecuente el Senadito -le dice un policía al comsiario Mattos-. Cuando se cansan de hacer sus discursitos, esos senadores tan salseros acostumbran a atravesar la calle para echar un polvito relajante. Dicen que las chicas del Senadito son una maravilla." En la siguiente página, Mattos reflexiona: "Sexo y poder. Ahí está el meollo. Sólo se mata por pasta o coño, o por las dos cosas juntas."
Más. Asesinos a sueldo, rápidos y eficaces, con más altura moral y ética profesional que muchos de los policías que trabajan con Mattos, te hacen preguntar, constantemente, quiénes son los buenos y quienes los malos. Otros asesinos son más feroces, porque desconocen el sentido de la lealtad, y matan indiscriminadamente, sin disimulo, a cualquier hora del día, sin desamparo, improvisando el crimen y las víctimas, como un hecho fortuito e imprevisible: a cualquiera nos puede tocar la lotería porque son irracionales, como todas las cosas importantes del ser humano. Y aún hay otros asesinos que son más despiadados en la novela, y estos van vestidos con buenos trajes y se anudan todas las mañanas la corbata sin temblarles las manos, habitan en casas palacios torres y hoteles de lujo (no pongo la comita porque me tocan los huevos) y se mueven en lujosos coches con chóferes que los conducen a sus oficinas, allá por el piso 127 o 151 de un rascacielos. Claro, los entendidos en la novela policíaca dirán que, en este punto, la narrativa de Fonseca cumple con el género: por supuesto. Objetivismo, lumpismo, análisis social. El problema radica en que no está tan clara la línea divisoria de buenos y malos, los agentes de ética doble, ambigua, los pobres de alma de rapiña, políticos con afición a la mentira que con dos copas se desnudan, putas más sinceras que tu madre, hermanos que te sacan de un apuro matando a un asesino, padres que se dejan encarcelar para ocupar tu lugar en el trullo, periodistas que te hacen favores altruistamente, a ti y al asesino al mismo tiempo... Todos te hacen pensar que la realidad es más canalla que las propias personas, porque hoy actúo así, pero mañana le doy la vuelta al calcetín y te apunto, primero te escupo, y luego te apunto y disparo. Y estoy seguro de que, si hiciéramos cumplir la ley, la cosa no cambiaría un puto ápice. La del comisario Mattos queda definida en las dos primeras páginas de la novela: es el único policía de todo Río que no recibe dinero de los bicheiros: sus compañeros lo tienen mucho más claro. Es un loco.
Otro días les cuento más sobre Fonseca, porque hoy me va apeteciendo un golpe seco con dos cubitos de hielo.