5/30/2010

El origen del mundo o la historia de un poema.


Cuando estuve en París, por segunda vez -la primera, en cambio, volvía de Edimburgo, fracasado y sin trabajo. Me suspendí 48 horas en la ciudad y leí Rayuela, o leía París y paseaba por Cortázar, descubriendo una ciudad y un escritor-, compré, en aquella segunda ocasión, una postal juguetona. Pornográfica en levedad. Y se la mandé a Víctor, o tal vez se la diera en mano. La compré en el Barrio Latino. En  su reverso debí de escribirle algunas palabras que guardaban recuerdos de las horas compartidas que pasamos estudiando las oposiciones en salas que se vaciaban o llenaban, según los meses, pero que nosotros aguantábamos invariablemente, viendo caer los últimos días primaverales y los tórridos del verano.  Si de las palabras que escribí entonces no me acuerdo, difícilmente podría olvidar la imagen de mi postal: imaginen un muchacho francés, visto de frente, con su bigote negro, ancho, surcando ondulante sobre el labio superior. Un momento, esto no es. Visto más de directamente, el gabacho sigue estando ahí, pero lo que era su bigote no es tal, sino más bien vello púbico, vamos, pelo de coño, y piernas entreabiertas: resultaba una foto tomada desde el vientre de la víctima moribunda de placer.

Poco después, quizá al año siguiente, sería Víctor quien me mandara una postal, o me la diera en mano, probablemente esto segundo, pues nunca ha sido el mentado trovador estepeño de enviar epístolas a la romántica. Su postal era  más conocida que la mía: reproducía el cuadro de Courbet El origen del mundo, que se puede ver en la antigua estación de trenes de Orsay, convertida en museo de pintura y escultura impresionistas, y algún que otro período pictórico más.
Eso, sin embargo, lo supe mucho después, lo de que el cuadro estaba en el museo D'Orsay. Exacatamente hace dos años. De nuevo en París -cuando estuve por vez segunda-, y eran otros ojos los que iban conmigo, rasgados, egipcios, esbeltos, bellos. Buscamos el cuadro por entre el laberindo de pintores, esculturas, paredes y callejones sin salida que forman ese museo. Preguntamos, no está, anda de gira en exposición itinerante. Así que mis ojos egipcios, rasgados y esbeltos y yo nos fuimos de la antigua estación de trenes para subir a Montmartre.
Y hace algunos días, este poema de Carlos Marzal.
Para Víctor y Calíope.

No se trata tan sólo de una herida
que supura deseo y que sosiega
a aquellos que la lamen reverentes,
o a los estremecidos que la tocan
sin estremecimiento religioso,
como una prospección de su costumbre,
como una cotidiana tarea conyugal:
o a los que se derrumban, consumidos, 
en su concavidad incandescente,
después de haber saciado el hambre de la bestia,
que exige su ración de carne cruda.

No consiste tan sólo en ese triángulo
de pincelada negra entre los muslos,
contra un fondo de tibia blancura que se ofrece.
No es tan fácil tratar de reducirlo
al único argumento que se esconde
detrás de los trabajos amorosos
y de las efusiones de la literatura.

El cuerpo no supone un artefacto
de simple ingeniería corporal;
también es la tarea del espíritu
que se despliega sabio sobre el tiempo.
El arca que contiene, memoriosa,
la alquimia milenaria de la especie.

Así que los esclavos del deseo,
aunque no lo sospechen, cuando lamen
la herida más antigua, cuando palpan
la rosa cicatriz de brillo acuático,
o cuando se disuelven dentro de la hendidura,
vuelven a pronunciar un sortilegio,
un conjuro ancestral.
                                             Nos dirigimos
sonámbulos con rumbo hacia la noche,
viajamos otra vez a la semilla,
para observar radiantes cómo crece
la flor de carne abierta.

La pretérita flor.

Húmeda flor atávica.
El origen del mundo.

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