4/14/2010

A eso que llaman azar

A eso que llaman azar habría que darle otro nombre más ajustado a su perfil, sin paliativos,de ramera o perra (o)diosa cuando te persigue en la duermevela de una noche lenta y sarnosa, o cuando al final -Mishima escribiría "con el sonido de los barcos que atracan con la luz del ocaso primaveral"- crees ciegamente en el olvido como prostituto remedio. A ese azar enquistado y cancerígeno habría que llamarlo algo así como boxeador derrotado, pugilista sin futuro, retirado gris funcionario de gobierno soviético. Porque es para hartarse y escupirle a la cara. Cuando en una esquina cualquiera entre dos calles sin nombre, te la tropiezas de frente y los ojos te estallan en las cuencas si reconoces el pasado. Cuando lees el poema momentos después de que el barco haya encallado y entonces comprendes que ya no sirve, que ahora es tarde, que entonces literatura y cine como vagos sustitutos y quizá nada más. Y sucede, vaya si sucede que en cualquier esquina, café o sala de cine por poner sitios comunes, o si me pongo más en plan cultureta,  vaya si sucede con algunas palabras que deben ser como pequeños artefactos cargados de uranio enriquecido. No te aseguro que encerrándote en tu cueva te vayas a librar: cuídate del poema, porque el azar está también a veces al doblar de un verso.

Llamar amor a lo que tú y yo hacemos
es cometer una sensiblería
indigna de nosotros, que aún somos amantes.
Eso es mejor que lo hagan los demás,
aquéllos que precisan aguar un vino fuerte.
Lo nuestro es un fenómeno distinto,
sin ningún circunloquio, sin grumos literarios.
Se manifiesta en el arrastramiento
recíproco. Consiste en una prospección
para obtener placer y para darlo,
un hurto generoso que se ofrece egoísta.
Es un duro trabajo en las calderas
de nuestra intimidad, un primitivo
cerco en torno al castillo de la vida.
La carne se alimenta de la carne,
de su mutuo veneno jubiloso.
Lo que hacemos tú y yo no es el amor.
A no ser que se entienda por ello un sacrificio
donde nos ofrecemos a los dioses suicidas
que habitan en el pozo de nuestra propia sangre.
Para nombrarlo habría que incurrir
en palabras que algunos consideran obscenas,
aunque la obscenidad tampoco lo define,
porque no pretendemos aleccionar a nadie
ni sobre el impudor, ni sobre la virtud.
Lo que mejor explica, sin agotarla nunca,
la bárbara pureza del deseo recíproco
es una cacería de animales
y el hartazgo feliz en que se sacian,
con los ojos cerrados contra el tiempo,
en el avaro éxtasis de su feroz banquete.
Para la bestia octópoda que engendramos tú y yo,
son una estupidez los términos pacíficos,
un triste deshonor en la batalla.
No hacemos el amor, desvalijamos
con codicia nocturna en la casa del cuerpo.

Carlos Marzal: "Los alimentos corporales".