12/13/2010

El león

Como una fría noche de lunes de invierno sin estrellas, sin luna  y sin nube en una inmensa negritud de alas de buitres sedientos. Se han vengado del león y le han comido las tripas, en un funesto banquete silencioso y cabizbajo.




¿Quién te escribirá canciones de amor

cuando yo sea Señor al final
y tu cuerpo la capilla blanca de un camino
donde mis sacerdotes por ti rezarán?
¿Quién te escribirá canciones de amor?

Mis sacerdotes te pondrán flores,
se arrodillarán frente al cristal
y hasta gastarán, besando, tu ventana,
pisotearán la hierba.
¿Quién te escribirá canciones de amor?

¿Quién disparará la flecha
que los hombres sigan a través de tu gracia,
cuando yo sea Señor de tus recuerdos
y tu armadura se convierta de encaje?
¿Quién te escribirá canciones de amor?

La simple vida de los héroes,
la retorcida vida de los santos,
siempre confundiendo el calendario solar
con sus pinturas rojas y dorás,
con sus pinturas rojas y dorás.

¿Quién te escribirá canciones de amor?

11/27/2010

INSOMNIO, por Iribarren.

Ahora que las noches son más largas...

Madrugada, verano, fumando
en el balcón. Una ventana,
al otro lado de la plaza,
se ilumina. Oigo el clic
de un encendedor.
Un tipo. Me mira, desviamos
la mirada. En la calle
una conversación deshilachada
entre borrachos. En el cielo
la luna, amarilla, inmensa.
Sobre ella, la estela
de un avión... Te acercas.
Me abrazas por la espalda.
Me susurras al oído unas
palabras. Imposible decir no.
                          K. Iribarren.

10/18/2010

"Mi país"

Perras las palabras, porque algunas muerden tras saltarte a la cara. Lo mismito, pero con los poemas de Iribarren, que te saltan, te muerden y ahí te pudras.

Un teléfono arrancado,
un coche celular que frena, me mira
y vuelve a acelerar,
restos de una barricada ardiendo,
los semáforos como muertos puestos de pie,
este frío
que casi impide
respirar:
          ésa es
la inhóspita geografía
que he atravesado esta noche
para llegar hasta ti.
                             Tu piel,
mi país, donde el sol
se quedó a vivir.

5/30/2010

El origen del mundo o la historia de un poema.


Cuando estuve en París, por segunda vez -la primera, en cambio, volvía de Edimburgo, fracasado y sin trabajo. Me suspendí 48 horas en la ciudad y leí Rayuela, o leía París y paseaba por Cortázar, descubriendo una ciudad y un escritor-, compré, en aquella segunda ocasión, una postal juguetona. Pornográfica en levedad. Y se la mandé a Víctor, o tal vez se la diera en mano. La compré en el Barrio Latino. En  su reverso debí de escribirle algunas palabras que guardaban recuerdos de las horas compartidas que pasamos estudiando las oposiciones en salas que se vaciaban o llenaban, según los meses, pero que nosotros aguantábamos invariablemente, viendo caer los últimos días primaverales y los tórridos del verano.  Si de las palabras que escribí entonces no me acuerdo, difícilmente podría olvidar la imagen de mi postal: imaginen un muchacho francés, visto de frente, con su bigote negro, ancho, surcando ondulante sobre el labio superior. Un momento, esto no es. Visto más de directamente, el gabacho sigue estando ahí, pero lo que era su bigote no es tal, sino más bien vello púbico, vamos, pelo de coño, y piernas entreabiertas: resultaba una foto tomada desde el vientre de la víctima moribunda de placer.

Poco después, quizá al año siguiente, sería Víctor quien me mandara una postal, o me la diera en mano, probablemente esto segundo, pues nunca ha sido el mentado trovador estepeño de enviar epístolas a la romántica. Su postal era  más conocida que la mía: reproducía el cuadro de Courbet El origen del mundo, que se puede ver en la antigua estación de trenes de Orsay, convertida en museo de pintura y escultura impresionistas, y algún que otro período pictórico más.
Eso, sin embargo, lo supe mucho después, lo de que el cuadro estaba en el museo D'Orsay. Exacatamente hace dos años. De nuevo en París -cuando estuve por vez segunda-, y eran otros ojos los que iban conmigo, rasgados, egipcios, esbeltos, bellos. Buscamos el cuadro por entre el laberindo de pintores, esculturas, paredes y callejones sin salida que forman ese museo. Preguntamos, no está, anda de gira en exposición itinerante. Así que mis ojos egipcios, rasgados y esbeltos y yo nos fuimos de la antigua estación de trenes para subir a Montmartre.
Y hace algunos días, este poema de Carlos Marzal.
Para Víctor y Calíope.

No se trata tan sólo de una herida
que supura deseo y que sosiega
a aquellos que la lamen reverentes,
o a los estremecidos que la tocan
sin estremecimiento religioso,
como una prospección de su costumbre,
como una cotidiana tarea conyugal:
o a los que se derrumban, consumidos, 
en su concavidad incandescente,
después de haber saciado el hambre de la bestia,
que exige su ración de carne cruda.

No consiste tan sólo en ese triángulo
de pincelada negra entre los muslos,
contra un fondo de tibia blancura que se ofrece.
No es tan fácil tratar de reducirlo
al único argumento que se esconde
detrás de los trabajos amorosos
y de las efusiones de la literatura.

El cuerpo no supone un artefacto
de simple ingeniería corporal;
también es la tarea del espíritu
que se despliega sabio sobre el tiempo.
El arca que contiene, memoriosa,
la alquimia milenaria de la especie.

Así que los esclavos del deseo,
aunque no lo sospechen, cuando lamen
la herida más antigua, cuando palpan
la rosa cicatriz de brillo acuático,
o cuando se disuelven dentro de la hendidura,
vuelven a pronunciar un sortilegio,
un conjuro ancestral.
                                             Nos dirigimos
sonámbulos con rumbo hacia la noche,
viajamos otra vez a la semilla,
para observar radiantes cómo crece
la flor de carne abierta.

La pretérita flor.

Húmeda flor atávica.
El origen del mundo.

5/10/2010

Cojones duros

Como hace mucho tiempo que no escribo, he pensado que quizá sea poque no tengo los cojones duros. Parece condición indispensable. Aunque si soy sincero, llevo una temporadita como para que se me pongan de mármol, del mármol duro con que se esculpió el daviddemiguelángel y resistir cinco siglos las miradas boquiabiertas de chinitos y europeos con cara de memos. De hecho, podría hablarte de mi familia lumpen, y entonces mis cojones se endurecerían más que la propia kriptonita. Los cojones duros a lo Carver o Roger Wolfe (según Pablo), los cojones duros a lo Norman Mailer. Los cojones duros para escribir desde dentro de la oscuridad cuando afuera todo el mundo ve luz y sol. Incluso los cojones duros para que te tiente el escribir y resistir, cuando lo que te sale es pura sensiblería barata, menopáusica sensiblería. Y todo esto por leer a Marzal, que hoy me ha abierto una razón para seguir resistiendo tentaciones.

El extraño artilugio de un poema
es una imperturbable realidad
que soporta flemática, sin daño,
cualquier definición.


                                  Es una joya
que resplandece en sus palabras justas,
las ágatas pulidas de una lengua.
Un silogismo para concebir
el hecho inconcebible de estar vivo.
Un camarada fiel que cobijamos
y en la noche del alma nos cobija, 
Una semicorchea en el concierto
que interpretan los astros infinitos.


          Y es una forma rara de aventura
que nos conduce hasta un país insólito:
esa estepa glacial de la emoción.


Para viajar allí, donde el poema,
un escritor requiere algunos víveres:
cierto devoto amor por los difuntos,
cierto olfato verbal, cierto talento,
cierta ebanistería del oficio,
cierto dios sabe qué de inexplicable.


            Y en especial tener cojones duros,
para no sentir miedo de perderse,
para el delirio de apostar con fe,
para adentrase solo en tierra extraña,
para el forzoso puerto del fracaso.


Una fuerza moral.
                          Consiste en eso:
una fuerza moral contra el destino.

4/14/2010

A eso que llaman azar

A eso que llaman azar habría que darle otro nombre más ajustado a su perfil, sin paliativos,de ramera o perra (o)diosa cuando te persigue en la duermevela de una noche lenta y sarnosa, o cuando al final -Mishima escribiría "con el sonido de los barcos que atracan con la luz del ocaso primaveral"- crees ciegamente en el olvido como prostituto remedio. A ese azar enquistado y cancerígeno habría que llamarlo algo así como boxeador derrotado, pugilista sin futuro, retirado gris funcionario de gobierno soviético. Porque es para hartarse y escupirle a la cara. Cuando en una esquina cualquiera entre dos calles sin nombre, te la tropiezas de frente y los ojos te estallan en las cuencas si reconoces el pasado. Cuando lees el poema momentos después de que el barco haya encallado y entonces comprendes que ya no sirve, que ahora es tarde, que entonces literatura y cine como vagos sustitutos y quizá nada más. Y sucede, vaya si sucede que en cualquier esquina, café o sala de cine por poner sitios comunes, o si me pongo más en plan cultureta,  vaya si sucede con algunas palabras que deben ser como pequeños artefactos cargados de uranio enriquecido. No te aseguro que encerrándote en tu cueva te vayas a librar: cuídate del poema, porque el azar está también a veces al doblar de un verso.

Llamar amor a lo que tú y yo hacemos
es cometer una sensiblería
indigna de nosotros, que aún somos amantes.
Eso es mejor que lo hagan los demás,
aquéllos que precisan aguar un vino fuerte.
Lo nuestro es un fenómeno distinto,
sin ningún circunloquio, sin grumos literarios.
Se manifiesta en el arrastramiento
recíproco. Consiste en una prospección
para obtener placer y para darlo,
un hurto generoso que se ofrece egoísta.
Es un duro trabajo en las calderas
de nuestra intimidad, un primitivo
cerco en torno al castillo de la vida.
La carne se alimenta de la carne,
de su mutuo veneno jubiloso.
Lo que hacemos tú y yo no es el amor.
A no ser que se entienda por ello un sacrificio
donde nos ofrecemos a los dioses suicidas
que habitan en el pozo de nuestra propia sangre.
Para nombrarlo habría que incurrir
en palabras que algunos consideran obscenas,
aunque la obscenidad tampoco lo define,
porque no pretendemos aleccionar a nadie
ni sobre el impudor, ni sobre la virtud.
Lo que mejor explica, sin agotarla nunca,
la bárbara pureza del deseo recíproco
es una cacería de animales
y el hartazgo feliz en que se sacian,
con los ojos cerrados contra el tiempo,
en el avaro éxtasis de su feroz banquete.
Para la bestia octópoda que engendramos tú y yo,
son una estupidez los términos pacíficos,
un triste deshonor en la batalla.
No hacemos el amor, desvalijamos
con codicia nocturna en la casa del cuerpo.

Carlos Marzal: "Los alimentos corporales".

3/15/2010

Al día de hoy, un lunes lento -tras el fin de semana más extraño que recuerdo- y apagado, me lo salva la literatura, como si fueran tres palabras que te acarician tras una tormenta de silencios: ahí van dos de esas tres palabras:
Una, de Adam Zagajevski, y reza así:
"Hace meses que no escribo 
ni un sólo poema.
Vivía humildemente leyendo los periódicos,
pensando en el enigma del poder
y en las causas de la obediencia.
Contemplaba puestas de sol
(escarlatas, muy inquietantes),
sentía cómo callaban los pájaros
y cómo la noche iba enmudeciendo.
Veía girasoles que agachaban 
la cabeza al ocaso, como si un desatento 
verdugo paseara por los jardines.
En el alféizar se iba acumulando
el polvo dulce de semptiembre
mientras las lagartijas se escondían
en los salientes de los muros.
Salía a dar largos paseos,
y deseaba tan sólo una cosa:
relámpagos,
cambios, 
a ti."


Otra, de Alberto Méndez (Los girasoles ciegos):
"Elena se levantó, cerró la ventana, apagó la luz, a tientas se acercó a Ricardo, que seguía inmóvil en el suelo tiritanto. Tomó sus manos, suavemente le forzó a que se levantara y, sin soltarle, le llevó hasta el dormitorio con una dulzura que empezó con besos y caricias en la cara humedecida por las lágrimas y terminó desnudándole con la misma delicadeza con la que vestía al niño. Tuvo que reconstruir el camino de las caricias de antaño y jadear quedamente para atraer las pasiones enterradas en los rincones del miedo. Ayudó a que Ricardo emprendiera la búsqueda de sus secretos y terminó arrodillándose para llamar con los labios el vigor que se escondía bajo todas las tristezas. Cuando obtuvo la respuesta, en el suelo, para eludir los chirridos de la cama, se enzarzaron en un cúmulo de posesiones que tuvo lugar sin un jadeo, sin un grito, sin un te quiero para seguir guardando el secreto de la vida."

A la tercera palabra le queda todavía, tal vez, el acento o la cadencia de la noche. Para otro día.

2/15/2010

MAUS

MAUS. Maus. mauschwitz. Algunos lo llaman campo de concentración. Otros, entre los que se cuenta el escritor italiano Primo Levi, lo nombran -no sin pavor- más propiamente campo de exterminio, pues eso fue, un campo donde los cuerpos y las mentes eran despojados de toda condición de humanidad para convertirse en deshechos putrefactos de un olor insoportable: miles, cientos de miles de judíos, hasta sumar algunos millones en toda Europa, fueron gaseados, fusilados, tiroteados, golpeados hasta perecer, enterrados vivos junto a cadáveres. De aquel escritor italiano existe una novela -que es una confesión, que es  a su vez un acto de justicia y de descarga- que son en realidad tres, esto es, una triología con el significativo título de Si esto es un hombre, y que leí hace ya años, tal vez cuando estaba en la carrera, o perdido en alguna otra tierra peregrina. Por cierto, libro que ahora tengo prestado a no sé quién, y que espero que le esté resultando nauseabundo, pues al fin y al cabo de eso se trata, de execrar toda aquella realidad que terminó convertida en pesadilla. Lo leí todo de un tirón, engullendo horribles imágenes que se fundían con las miles de fotos habidas de judíos famélicos, podridos barracones y cadáveres amontonados tras un montículo de tierra inerte, lo leí de golpe y de la mano de la voz de un superviviente que relataba su propia aventura -perdón, desventura quise decir- en medio de tanta muerte. Fascinado y boquiabierto ante el espectáculo infernal -dantesco, dirían los pedantes-, visité alguna exposición en Sevilla, algunos museos en Budapest, recorrí películas... y todo no era más que la repetición en imágenes de las palabras del escritor. Poco después, alguien me habló de otra novela, historia llevada a la televisión, que se titulaba Holocausto, y la estuve buscando un tiempo, mientras los libreros me daban nones o me argumentaban que la edición se había agotado y no se pensaba en una nueva edición. Pero un mes de julio, o agosto tal vez, peregrinando Santiago en busca de un bar donde almorzar, entré en una librería de viejos,   que me mandó a otra, y esta otra me llevó a su almacén y me enseñó dos ejemplares de aquel libro: en inglés (original) y en español. Así que me senté en una mesa, leía páginas, comía, hablaba con unos y otros, volvía al libro, ahora café, las horas cayendo en la tarde con sus granos de arena, más palabras oídas o leídas, confundidas con las del libro, y la historia rondando en mi cabeza. De ese libro, esa tarde fue lo mejor que saqué: un buen atardecer entre amigos, en Santiago, palabras y conversaciones que subían y bajaban como un tiovivo. El libro no era lo que me esperaba.
Y ahora, vaya uno a saber cuánto tiempo hace de eso, me cae en las manos este otro, Maus lleva por título. Y sorprendentemente no es otro libro, es un cómic, un tebeo hablando de cosas serias (si es que se pueden hablar "cosas", tal cual). Metido en un vórtice de viñetas que cuentan la historia de un padre, también la de su hijo, emigrantes: superviviente del holocausto aquel; dibujante y autor del cómic este. Ya no es sólo palabras, y primera persona, y relato re-vivido del holocausto, o la masacre, o el exterminio (que todas estas palabras y muchas más se refieren a lo mismo, ¿y por qué tantas palabras para una, esa, realidad?), o sentir que el contador también lo vio con la retina de su ojo, con su pellejo finísimo y sus huesos asomando en cada curva del cuerpo, es que también los dibujos, también la historia de cada personaje dibujado, también la historia del hijo que se ve obligado a conocer de su padre, es que también. Y aún más: la fauna humana es animal, salvajemente animal, porque los judíos tienen todos caras de ratones, los nazis caras de gatos, los polacos caras de cerdos, los usa's caras de perros, y así continúa el animalario dibujado por Art Spiegelman, hijo de de un judío que logró salir con vida de Auschwitz.

Más sobre Maus.
Y algo sobre Primo Levi.

1/28/2010

Rebelión en la granja, por María Almendro


H.G.Orwell ha realizado una historia sobre una granja donde hay muchas variedades de animales (cochinos, caballos, vacas y otras muchas), que forman una rebelión para librarse de la esclavitud y sobre todo de los seres humanos.
En esta novela hay una moraleja, donde se explica que los humanos y los animales no tienen tanta diferencia, tal cómo se explica al principio de la novela. Esta moraleja trata sobre la felicidad de todos los seres vivos. Al principio de la historia hay un líder y unos oprimidos: el líder es feliz mientras los oprimidos o trabajadores están muy tristes. Los trabajadores están ya cansados de aguantar al líder, y hacen una rebelión donde consiguen echar al líder y quedarse ellos con la granja. Al final de la novela se dan cuenta de que son todos iguales y no tienen tanta diferencia.
En la novela también se explica que los animales terminan siendo igual que los humanos, que hay una clase alta y otra clase baja. Los cerdos son la clase alta. Las gallinas, caballos, vacas, etc. son la clase baja. Los cerdos son bastantes mandones, incumplen mucho las reglas y después de todo mandan al cerdo de menos valor a cambiar las normas para no tener problemas. Mientras la clase baja de animales es más responsable y trabajadora.
Conclusión: esta novela es entretenida, y puedes aprender muchos modales sobre cómo tratar a la gente.

                                                                                MARIA ALMENDRO, 3º ESO, A.

Tres sombreros de copa, por Ana López




Dionisio es un hombre humilde que se va a casar con Margarita, una chavala tímida, fea pero rica. Repentinamente, Dionisio conoce a Paula en el hotel que se hospeda. Don Rosario era el dueño de ese hotel, no muy limpio y no le gustaba quitar los objetos que se le olvidaban a las personas que se alojaban en su hotel.
Paula trabajaba en un circo y también era humilde como Dionisio, aunque a él no le importaba en lo que Paula trabajara. Ella era muy simpática, divertida y no tenía suerte con las parejas.
Mientra yo leía esta obra de teatro, me daba cuenta de que la obra me hacía reír, pues no había muerte ni la muerte rondaba a los personajes.
                                         Ana López, 3º ESO, A.



1/14/2010

Mañana no será lo que dios quiera


Como la vuelta da muchas vidas, entre ciudad e isla me ha caído a las manos un libro del poeta Luis García Montero sobre el poeta Ángel González, o sea, un libro de un poeta de un poeta. Amigos íntimos, se citan en un bar de Oviedo y mientras un cielo gris da paso a las luces de la ciudad y una garúa fina constante limpia el asfalto, las calles, las fachadas, los dos poetas conversan, se retratan con las palabras, escriben sus biografías, sobre todo la de los años anteriores a la Guerra Civil, y también los de la sangrienta contienda, y los de la década, ya puestos, hambrienta de los años cuarenta.
"Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno
todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento.
Ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto."


Siempre me interesó averiguar cómo Quevedo se río de buena gana con el hombre "a una nariz pegado", refiriéndose al narisísimo de Góngora, y que éste se llevara a matar con aquél, y que se zancadillearan con cada verso que escribían. Y la mora Zaida esconde a Elena Osorio, cuando Lope (el Fénix de los ingenios) le está derramando amor del de verdad, del que entraña odio, engaño, frustración, dulcísimo veneno en aquel su romance amoroso y despechado. Recorrer así los versos, los poemas, entendiendo la anécdota de la que surgió me ayuda a ver a los poetas más humanos, más carne y hueso y menos tinta sobre papel blanco. Ésa es la biografía en este libro de Á. González, de García Montero, y sus versos surgidos por la pasión o por el odio, la mujer o la guerra:

"Estos poemas los desencadenaste tú,
como se desencadena el viento,
sin saber hacia dónde ni por qué.
Son dones del azar o del destino,
que a veces
la soledad arremolina o barre;
nada más que palabras que se encuentran,
que se atraen y se juntan
irremediablemente,
y hacen un ruido melodioso o triste,
lo mismo que dos cuerpos que se aman."

Mañana no será lo que dios quiera, editorial Alfaguara.
Ángel González. Antología de la poesía para jóvenes, editorial Alfaguara.